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Pac-Man, 45 años en el laberinto

de curicano__
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Con apenas unas líneas y unos píxeles, Pac-Man inauguró hace 45 años en Tokio no solo una forma de jugar, sino una manera distinta de pensar el diseño y la cultura digital.  En 1980, Toru Iwatani no pensaba en cambiar el mundo. Trabajaba para Namco y observaba, como tantos otros, que los Arcades o Arcadias como se conoce en nuestro país, estaban saturados de juegos inspirados en fantasías de poder: Combates espaciales, guerra, violencia cómica. Su idea era contraria a lo que proponía el mercado: un juego no agresivo, intuitivo, con un ritmo frenético. Un personaje que no mata, sino que escapa y sobrevive. Su inspiración visual—la pizza a la que le falta una porción— es conocida, pero lo verdaderamente revelador es cómo tradujo esa imagen trivial en un sistema de juegos que, con el tiempo, se convirtió en un icono de los videojuegos.

Lo más notable de Pac-Man no es su estética ni su música ni siquiera su innegable capacidad de generar ingresos —aunque durante años fue la máquina arcade más rentable de la historia, superando incluso a Space Invaders—. Lo notable es su estructura. Cada fantasma, lejos de moverse aleatoriamente, tiene un patrón: Blinky persigue, Pinky anticipa, Inky complica y Clyde desconcierta. La IA, primitiva pero funcional, obliga al jugador a pensar espacialmente, a predecir y a reaccionar, a ejecutar movimientos casi coreográficos en un espacio fijo. El laberinto es el mismo, pero cada partida es distinta.

A diferencia de muchos títulos actuales, que apuestan por mundos abiertos y narrativas ramificadas, Pac-Man ofrece un encierro perfecto. Su universo es cerrado y repetitivo, pero nunca aburrido. No hay progreso en el sentido clásico, no hay experiencia acumulada ni habilidades desbloqueables. El juego no premia el tiempo invertido, sino la comprensión de un sistema. Jugarlo bien no implica haber jugado mucho, sino haber entendido algo. Eso lo convierte en una pieza de relojería del diseño interactivo: accesible de inmediato, difícil de dominar, imposible de agotar.

A sus 45 años, Pac-Man sigue vigente. Su influencia se cuela en decenas de géneros, desde los endless runners hasta la inteligencia artificial de juegos contemporáneos. Pero más allá de lo técnico, su permanencia es cultural. Aparece en camisetas, memes, grafitis, exposiciones de arte. Es, en el sentido estricto del término, parte del inconsciente digital colectivo.

Hoy día, cuando los videojuegos mueven cifras superiores a las de la industria del cine y la música combinadas, cuando se habla de realidades inmersivas, narrativas transmedia y algoritmos que personalizan la experiencia, conviene recordar que todo puede empezar con un punto, una dirección, un enemigo que persigue. Pac-Man no necesitó cinemáticas ni voces, ni siquiera colores variados, para contar una historia. Porque la suya no se cuenta, se juega.

Pablo Ortúzar Kunstmann

Director de la carrera de Diseño de Juegos Digitales

Universidad Andrés Bello, Concepción

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