Un coloso poco menos que inexpugnable a las llamas era en 1981 la Torre Santa María, el edificio más alto y seguro del país, con 110 metros de altura, 30 pisos y cuatro subterráneos. Pero a las 10.15 de la mañana, del sábado 21 de marzo de ese año, una simple chispa en el lado sur del piso 12 provocó un violento incendio que costó la vida a 11 personas. Bastó que esa chispa entrara en contacto con una planta libre impregnada de gas de neoprén, que en ese momento se empleaba en pegar alfombras, para que una hoguera empezara a devorar todo a su paso.
El primero en llegar al lugar fue el camarógrafo Hernán Cortés. Estaba en el hotel Sheraton, cubriendo un evento del Comité Olímpico de Chile luego de ver unas llamas en la torre cruzó inmediatamente con sus equipos. «Empecé a grabar altiro y estuve ahí todo el tiempo hasta que cayó el primer cuerpo… ahí no pude seguir más. Cayó a un metro de la camilla que sostenía bomberos. Lo grabé cuando venía en el aire… fue espantoso». Al poco rato, Cortés cuenta que llegaron los tres canales de la época, que estuvieron transmitiendo el incidente en vivo. «En esa época, las cámaras no tenían zoom e hice lo que pude», cuenta este camarógrafo que luego trabajó para distintos periódicos.
Enrique Pérez era voluntario de la primera compañía de bomberos, una de las primeras en llegar al lugar del siniestro. Cuenta que la demora en apaciguar las llamas no fue la falta de escaleras telescópicas (38 metros), sino que el problema fueron los espejos de agua ubicados contiguamente al primer piso de la torre. «Estos no les permitían a los carros dar el ángulo para alcanzar el doceavo piso. Solamente llegábamos hasta el nueve», dice Pérez, que entonces llegó en jeans y chaqueta de cuero a cumplir sus labores. Bomberos no contaba entonces con los actuales trajes especiales.
La Torre Santa María era el primer rascacielos del país. Desde que el edificio se inauguró, en 1980, se entregaron nociones de seguridad a los ocupantes de la torre. «Pero esa instrucción sólo se le dio al personal de las oficinas que concurre de lunes a viernes, pero no a las decenas de trabajadores que ese sábado se encontraban haciendo arreglos de alfombras», explica Félix Sarno.
La mayoría de las víctimas fatales -casi todas provenientes de la población Calvo Mackenna, de Renca- no tenía idea de cómo utilizar las modernas vías de escape del edificio. De hecho, cuenta Sarno, las escaleras presurizadas (que deben estar siempre cerradas) ese día estaban abiertas de par en par.
Quemados en el nivel 12, fallecieron dos trabajadores de las obras de instalación de alfombras. Otras tres personas trataron de huir en un ascensor que quedó trabado en el piso 12, pero murieron atrapadas en él. «Ese ascensor lo bloquearon los trabajadores en el piso 12 y no lo pudieron activar después del incendio», recuerda Sarno.
Cuatro personas lograron tomar un ascensor e intentaron subir a los pisos superiores, pero fallecieron encerradas en esa trampa mortal que se detuvo en el piso 28. Entre ellas, el voluntario de la 13ª Compañía de Bomberos y de entonces 23 años, Eduardo Rivas, estudiante de la carrera de contador auditor en la U. de Chile, que había llegado a prestar ayuda. «No falleció por las llamas; murió por el calor», afirma Enrique Pérez.
El siniestro cobraría otras dos víctimas. Sergio Rivera Núñez (32), vigilante de la torre, y el contador Mario Hernán Arriagada Acuña (39) – el mismo que el camarógrafo que trabajaba en el hotel Sheraton alcanzó a grabar – murieron saltando al vacío.